La obra pictórica de Lidó Rico posee la peculiaridad de estar ejecutada con su propia huella dactilar. El encuentro de la yema de sus dedos impregnada de pintura sobre el soporte, produce, en una suerte de milagro, la secuencia de unos paisajes oníricos que surgen de lo más profundo del ser.
La materialización de esta obra, cuya técnica obliga a ser gestada en décimas de segundo, no da margen de rectificación ni búsqueda programada. Si el automatismo del gesto se convierte en el único responsable del desenlace, es en la fragilidad de la memoria, donde se alimentan esos ademanes.